El domingo pasado debía haber corrido la que sería mi última carrera antes del descanso invernal, el maratón de San Sebastián. Este era el final del reto que me había propuesto para este año tras los casi siete meses de parón debidos a la redacción de mi libro. Como os comentaba en algún otro artículo, mi preparación empezó de forma muy suave y progresiva hacia primeros de julio con el objetivo de volver a correr maratones en otoño. Esta dosificación del esfuerzo y una buena planificación me permitieron correr los del Plazaola en septiembre y Cap Ferret en octubre, reservando el plato fuerte para el de San Sebastián, prueba que corro cada año desde 1998.
Las semanas previas a la carrera todo indicaba que no habría ningún problema para cumplir este objetivo: me había recuperado bien de las carreras anteriores y había vuelto a correr un kilometraje suficiente que me permitiría abordar la prueba con confianza. Además, la previsión meteorológica era buena y mantenía un buen nivel de motivación. El problema apareció una semana antes de la carrera, en uno de los últimos rodajes suaves. En determinado momento, y sin que mediara ningún gesto brusco, sentí una repentina molestia por debajo del gemelo izquierdo. Aunque no quise darle excesiva importancia, enseguida me di cuenta de que algo no iba bien. Paré y volví a casa lo más suave que pude para no complicar más las cosas.
A estas alturas uno aprende a diferenciar una posible lesión del simple cansancio o la acumulación de trabajo muscular, pero hace más o menos un año os conté una experiencia que tuve hace tiempo que me enseñó lo engañosas que pueden ser las propias sensaciones. Os recomiendo que releáis aquel artículo. La semana previa a un compromiso importante como esta carrera, o un concierto en el caso de un músico, pueden aparecer sentimientos extraños más debidos al nerviosismo derivado de la prueba que a un hecho propiamente físico. Es cuando empezamos a pensar si el instrumento está bien ajustado, si las cañas son las correctas o si el estudio ha sido suficiente. Muy a menudo basta con concentrarse en los hechos objetivos, en las pocas veces que ha fallado algo de este tipo y concentrarse en seguir adelante. Un corredor también puede sentir ciertas molestias que no son más que elaboraciones psicosomáticas causadas por un cierto nivel de nerviosismo causado por la carrera. Las sensaciones son igual de reales en los dos casos, pero en ocasiones tienen un motivo físico y objetivo y en otros no, ése era el dilema: hacer caso a las sensaciones o confiar en que no fueran más que imaginaciones, máxime cuando no había ocurrido nada especial en el momento en que empezaron las molestias y toda la preparación había ido bien.
Durante el resto de la semana me dediqué a descansar y a hacer un par de rodajes muy cortos y suaves para ver si la molestia desaparecía, cosa que ocurrió el jueves. De esta manera, con la precaución que podría ser algo no fuera bien, pero sabiendo que también podrían ser falsas sensaciones, decidí ir a la prueba. La estrategia era muy clara: salir a un ritmo muy tranquilo y ver cómo iba reaccionando la musculatura al paso de los kilómetros. Si tras el calentamiento del principio las sensaciones eran buenas seguiría en carrera, si no, me retiraría antes de agravar una posible lesión. Quizá podría hacer un esfuerzo si me molestaba en los últimos kilómetros, pero en ningún caso debería ponerme en riesgo. Hace algunos años me lesioné en esta misma carrera en el kilómetro treinta y nueve, y echándole algo de casta pude llegar a meta. ¿Quizá ocurriría algo así?
La verdad es que no hubo demasiado tiempo para pensárselo. El viernes y el sábado ya no tuve ninguna molestia, y tampoco mientras iba caminando hasta la salida ni al principio de la carrera, pero en el kilómetro dos ya sentí un pequeño calambre en esa zona, y en el cinco me dolía de forma evidente. ¿Tenía sentido seguir así otros treinta y tantos kilómetros? Por supuesto que no. Así, por segunda vez desde que empecé a correr, me retiré de una carrera, con la sensación amarga de no haber completado mi reto, pero también con el convencimiento de haber echo lo más correcto.
Sabiendo el resultado es fácil hacerse algunas preguntas: ¿era mejor no haber participado en la carrera? ¿tendría que haber seguido? La segunda se contesta por sí sola: no. No tenía ningún sentido continuar sabiendo que solo conseguiría agravar la lesión y aun así quizá tampoco conseguiría terminar la carrera. Es la primera pregunta la que me da más campo para la reflexión, ¿mejor no haberlo intentado siquiera? Si los días previos hubiera sabido que efectivamente existía una lesión por supuesto que no lo habría intentado, pero también cabía la posibilidad de que, como he mencionado más arriba, no fueran más que unas sensaciones subjetivas. Por eso pienso que lo que hice fue lo más correcto, intentarlo en la medida de mis posibilidades pero con la suficiente sangre fría como para saber renunciar y abandonar si se hacía necesario.
Aplicando esta experiencia al ámbito de la música, muchas veces se nos plantea la duda de si estaremos a la altura para alcanzar un determinado objetivo, y en ocasiones se nos ocurren motivos aparentemente justificados para renunciar a intentarlo. Pero si efectivamente renunciamos en cuanto aparece un problema, ¿qué haremos la próxima vez?, ¿no iremos poniendo cada vez más bajo el umbral de la renuncia y acabaremos perdiendo el interés por progresar?
Si el objetivo es realizable y hemos trabajado para ello, es preferible probarlo y fracasar que no haberlo intentado nunca. Después pueden ocurrir cosas que nos pongan a cada uno en su sitio, porque no siempre se puede, a pesar de todo.
JMR
P.S. Ahora, a descansar, pero ya estoy buscando carreras para el año que viene.