Cuando dedicamos muchas horas al estudio o hacemos muchos kilómetros entrenando a veces pasamos por alto un aspecto fundamental a la hora de rentabilizar y sacar el mejor partido a todo ese esfuerzo en el momento en que lo necesitamos: nuestra actitud mental. Toda preparación, incluida la musical, tiene un componente físico y de acumulación de trabajo, pero de nada sirve si la actitud con la que afrontamos el día importante no es la adecuada, y si nos dejamos llevar únicamente por nuestras sensaciones sin reflexionar acerca de sin son percepciones más o menos cercanas a la realidad objetiva, además de no sacar el mejor partido a nuestras posibilidades, podemos llegar a la frustración y, lo peor de todo, sin un motivo real que lo justifique. Nadie está a salvo de caer en este error en cualquier momento, y como dicen que como muestra vale un botón, qué mejor que hablar una de experiencia personal muy reciente.
Como ya sabéis los que lleváis un tiempo siguiendo este blog, además de tocar el oboe me encanta correr y andar en bicicleta. Como todos los años, hace unas semanas dejé la bici y empecé con mi plan de entrenamiento habitual para correr un maratón a finales de octubre, el día 23. Con los años y la experiencia uno aprende a reconocer las sensaciones y a diferenciar el cansancio propio de los primeros días de otras molestias que no deberían estar ahí y que pueden sugerir que algo raro está pasando (o eso pensaba). Este año los primeros entrenamientos iban bien, pocos kilómetros a ritmo suave y después unas buenas sesiones de estiramientos. Unas semanas después empecé a incrementar el kilometraje y el ritmo empezó a mejorar, todo bien. Hasta que un día llegué a casa con una ligera molestia en la parte baja de la espalda. Seguía entrenando y la molestia iba a más, y además empezaba a prolongarse por la pierna, dándome sensación de que ésta se quedaba sin fuerza, incluso un día tropecé y me caí. Las molestias iban cada vez a más, casi no podía andar recto y estaba convencido de que la temporada se me había acabado casi antes de empezar, hasta que decidí dejar unos días de descanso y hacer lo que se debe hacer en estos casos: consultar con el médico.
Llegué a la consulta cojeando, y eso que llevaba varios días sin entrenar. El doctor me hizo las preguntas pertinentes y la correspondiente exploración, hasta que me dio su diagnóstico: no tenía nada. Nada. Me aconsejó que cambiara un poco la rutina de entrenamiento, más por precaución que por otra cosa, que fuera probando y que si persistían las molestias volviera por su consulta. Al día siguiente hice un entrenamiento de diez kilómetros a ritmo muy suave, casi sin molestias, a los días ya corría quince sin molestias en absoluto, y al poco veinte y veinticinco, y ni me acuerdo de las preocupaciones de hace unas semanas. Solo he perdido una semana de entrenamiento, y el domingo estaré en la línea de salida.
Mi único problema era que mi mente me había jugado una mala pasada. Me estaba fijando tanto en esas pequeñas molestias que no eran debidas más que al cansancio propio del principio de la temporada y que no supe identificar correctamente que las iba magnificando y me provocaba a mi mismo temores y sensaciones cada vez peores, y sin ningún motivo real. Bastó con que el especialista que dijera que todo estaba correcto para que mi preocupación desapareciera y, con ella, todas las molestias. Se suele llamar función terapéutica de la bata blanca a este efecto, y se refiere al efecto que tiene sobre nuestra percepción la opinión de alguien al que consideramos una referencia, un médico como en este caso (de ahí lo de la bata blanca), un amigo o un profesor. No cambia la realidad, sino la percepción que tenemos de ella, y que al estar solos con nuestras reflexiones puede llevarnos por el camino equivocado. Por eso es importante el intercambio de ideas y experiencias con los demás y disponer de personas con opiniones fundadas en las que confiar.
En clase he solido utilizar este efecto, con casi todos mis alumnos en uno u otro momento. Por ejemplo, más de una vez (y de cien) me ha llegado un alumno convencido de que su caña no está bien, la pruebo y veo que está perfecta para él y que no es más que su percepción la que le está traicionando. En esos casos, les doy la espalda discretamente y simulo hacerle algo a la caña y se la devuelvo para ver si notan diferencia. Invariablemente, la caña está mejor tras el retoque. Luego les explico que en realidad no he hecho nada, y que el único problema estaba en su cabeza.
La mente nos juega malas pasadas, pero a veces también nos ayuda. ¿No os ha pasado nunca estar tocando muy a gusto con la caña buena y al ir a recoger os habéis dado cuenta de que os habíais equivocado y que estabais tocando con otra no tan buena. Pero vuestro convencimiento de que era la mejor os daba confianza y hacía que estuvierais tocando bien y con buenas sesaciones. Igual ocurre cuando estamos montando una obra del repertorio y nos centramos tanto en un detalle que perdemos la perspectiva y dejamos de valorar otras virtudes y el trabajo en su conjunto. Un opinión ajena pero de confianza nos puede ayudar a ser más realistas en la valoración del resultado.
Seamos lo más realistas posible, y abordemos la vida en positivo.
JMR