Cuando a un alumno le decimos que debe estudiar, y qué debe estudiar, tiene que saber porqué y para qué, tener un motivo para hacerlo. No se trata de que le describamos nuestro programa de estudios, sino que que él comprenda que todo tiene un objetivo. Y nosotros, los profesores, debemos explicarle cual es ese objetivo, y ofrecerle alicientes que mantengan su atención. Todo lo que tocamos, todos los ejercicios que hacemos, tienen que ser claros para el alumno y tener una finalidad.
El alumno debutante ya tiene, por sí solo, muchos alicientes: en cada clase aprende algo nuevo, cada vez sabe más notas, le va sonando más bonito, las piezas que aprende son cada vez más complejas, y se da cuenta de sus progresos. Pero este progreso, en el mejor de los casos tiene forma de parábola. Al principio va muy rápido, luego la aceleración es menor, hasta que llega un momento, antes o después, en que es difícil apreciar un avance significativo. Y todo esto si no aparecen esos problemas tan habituales en un instrumento: tensiones, problemas de respiración o emisión, etc.
El profesor tiene que saber ofrecer estímulos a su alumno que compensen eso que se puede percibir como estancamiento, pero que no lo es, es el ritmo normal de aprendizaje. Tiene que ofrecerle objetivos realizables, y de dos tipos: a largo y a corto plazo. Si el objetivo es a muy largo plazo (“quiero tocar en una orquesta sinfónica”) es muy fácil perder la perspectiva y tener la sensación de que el objetivo está siempre igual de lejano, hasta que renunciamos a él. Si el objetivo es a muy corto plazo (hoy voy a tocar la lección 27 y mañana ya veremos) también se pierde la perspectiva, y es fácil caer en una trayectoria errática que nos desvíe del resto de objetivos.
Elegiremos un buen objetivo a largo plazo que nos sirva de motivación. Puede ser el repertorio a interpretar a final de curso, o preparar una prueba de acceso, o cualquier otro que suponga un punto importante en la carrera del alumno y, en cierta media, un reto. Pero no podemos limitar todo el curso a ese repertorio. Si caemos en la repetición, perderemos la motivación. Buscaremos otras obras, otras audiciones, otros conciertos que, por su estilo o nivel técnico nos vayan acercando a nuestro objetivo y que se conviertan así en objetivos en sí mismos. De esta manera, siempre tendremos un gran objetivo en el horizonte, pero también otros al alcance de la mano. Prestaremos atención al objetivo inmediato sin perder de vista el objetivo final.
En iniciación, para mantener a nuestros alumnos motivados mientras llega el objetivo marcado, buscaremos un repertorio que les resulte atractivo. Pero con esto no quiero decir que toquemos sólo lo que a los alumnos les gusta al principio, o lo que ya conocen. No podemos pretender avanzar tocando únicamente canciones populares o música de dibujos animados (que, por supuesto, también tienen su lugar). Es un error reducir el repertorio a música infantil con acompañamiento de CD, para tener a los alumnos contentos. Es atractivo, pero es un camino de corto recorrido: casi siempre los arreglos están hechos en la misma tesitura y en las mismas tonalidades, y el avance que nos proporcionan es muy limitado (además, suelen quedar muy lejos del ámbito real del oboe). Pero si miramos un poco más allá, tenemos un inmenso repertorio a nuestra disposición, de todos los niveles y para todos los gustos: hay pequeñas piezas de compositores clásicos para cualquier nivel, para tocar solos, con piano, a dúo con el profesor, en grupo. Aprovechémoslas. Tenemos que educar el gusto de nuestros alumnos para que disfruten tocando Haendel, Mozart o cualquier otro compositor porque, no les engañemos, a fin de cuentas se han decidido a estudiar un instrumento clásico.
Y lo mismo ocurre en un nivel más avanzado: el oboe no se acaba en el barroco y en el clasicismo. Debemos enseñar a apreciar cualquier tipo de música escrita para oboe, y a disfrutar con Marais y con Poulenc, con Vivaldi y con Hindemith, con Bach y con Dorati, y con Schumann, Haydn, Donizetti, Pasculli, Strauss, Skalkottas, Zelenka, Kalliwoda, Zimmermann, Martinu, Hummel, Dutilleux, Jolivet…
Por otra parte, y dejando al margen el repertorio, no hay cosa más contraproducente para la motivación que la repetición sin sentido de ejercicios. Por supuesto que hay un gran trabajo técnico por hacer, pero debe estar bien dosificado para que el alumno no pierda las ganas de estudiar. Ya hemos dicho que cada ejercicio debe ser bien explicado y comprendido antes de abordarlo pero, además, no puede ser obsesivo. En la realidad pocos alumnos siguen esa parábola ideal que mencionábamos más arriba. Tarde o temprano aparece algún problema que hay que solucionar, o algún aspecto que no acaba de mejorar. Es el momento de parar, dar un paso atrás y reflexionar. Diagnosticar el problema y buscar una solución. Dedicaremos mucho tiempo de nuestra clase y del estudio la la solución del problema, pero no será lo único que hagamos. La promesa de la solución al problema ya será motivación suficiente para buscarla, pero muchas veces la recompensa se hace esperar. Y si el hecho de tocar el oboe se convierte en una sucesión monotemática de ejercicios, inevitablemente perderemos la motivación a largo plazo.
El profesor, contando con la confianza del alumno, debe buscar la combinación adecuada de estudio técnico y de otro tipo, más estimulante, para que el alumno no pierda el interés. Si no, además, podemos caer en la obsesión, y el remedio será peor que la enfermedad. Esto no supone soslayar el problema. Cuando estudiemos la técnica, estaremos cien por cien a la técnica, pero cuando toquemos el repertorio, estaremos al aspecto artístico. Podemos pensar en la técnica, pero no será lo principal en ese momento. Poco a poco, si la solución que hemos encontrado es la correcta, el trabajo técnico irá calando en el artístico, hasta que el problema quede solucionado, sea lo que sea lo que estemos tocando.
La motivación es la base sobre la que el alumno construye su aprendizaje, y es tarea del profesor hacer que siempre tenga motivos para sentirse motivado.
Ánimo
JMR